
Nashrú López Rascón
Hola, guau guau a todas y todos. Ya estamos de regreso en nuestra tercera entrega.
Quienes han seguido esta columna saben ya que tenemos un perro abuelo que terminamos bautizando como “Munra El Inmortal”, pues a pesar de haber sido rescatado ya muy viejo, ciego, sordo y artrítico ha estirado sus días y hasta meses de vida sin dar señales de querer morirse.
En cambio, hace unos 4 meses mi hermana y yo rescatamos a una perrita que apenas si podía tenerse en pie, temblaba mientras hacía la lucha por no caerse, porque sabía que al caer ya no podría levantarse.
Tenía una sed de días y, por supuesto, estaba en los huesos.
Pusimos manos a la obra y nos la llevamos a la casa para atenderla.
“La abuela”, como fue llamada esta viejita prematura -en realidad tendría unos 7 u 8 años- llevó una muy mala vida, sólo así se explica su lamentable estado cuando la encontramos.
Para no hacerles tan largo el cuento, se hizo compañera de casa y patio de Chiquis, de quien hablaremos en otra ocasión, ahí se le asignó su camita mullida, su plato de croquetas fortificadas remojadas en caldito de suadero y su agüita a disposición.
Pero antes, como siempre, se la llevamos al veterinario para que la revisara; estuvo más de una semana internada, pues resultó que tenía moquillo y desnutrición severa, y esos padecimientos la llevaron a la diabetes.
Sí, como lo leen, a los perritos también les puede dar diabetes.
Lo que pretendíamos ofrecerle al Abuelo terminó siendo el destino de la Abuela, pues hace 5 días murió a causa de sus padecimientos, pero, al menos, le hicimos sus últimos meses de vida mucho más llevaderos; se despidió de este mundo tranquila, acomodada en su cama y con la pancita llena.
Sufrió poco y -seguro- descansó mucho.
Hay perritos que han transitado en nuestras vidas por un periodo corto, sea porque fueron colocados rápidamente en adopción o bien, como el caso de la Abuela, su vida fue corta.
Por el contrario, tenemos el caso del gordo Fidelio.
Por allá de principios de 2014 llegó a la puerta de mi casa un jovenazo blanco y negro, flacucho, con una soga de plástico desgastada y amarrada al cuello (ya saben, con un trozo colgando porque seguro logró romperlo y liberarse de donde lo tenían atado).
Y cuando digo llegó a la puerta de mi casa no es figurado, efectivamente, mi esposo se asomó por la ventana y me dijo: -Nash ¡asómate! hay un perro acostado en la jardinera (la que está al lado de mi puerta)…
Y ahí vamos, a abrir la puerta y a intentar ahuyentarlo con el clásico ¡cúchele pa’llá! Dábamos palmadas mientras lo cucheábamos, y el perro, mucho menos asustado de lo que podría suponerse, se iba, pero a darle la vuelta a la casa para volver a instalarse en el mismo lugar de la jardinera.
Así estuvimos un rato, hasta que entendimos que nos estaba diciendo que ¡ni muerto se iba!, total, si ahí se moría había suficiente terreno para enterrarlo.
Pero prefería adoptarnos… sí, era él quien decidió adoptarnos como dueños.
A mi esposo le hizo gracia y a mí más, así que me dijo:
-Oye, ultimadamente necesitamos un guardián aquí, pongámosle una casita y que se quede de este lado, tu hermana tiene sus xolos, pero se la pasan del otro lado del terreno, no se le despegan.
Y así fue como el guapo Fidelio se quedó en nuestra casa, pero sólo 2 semanas, porque al poco tiempo adoptó a Violeta y se mudó para el jardín de enfrente.
No era para menos, mi hermana le daba su delicioso plato de comida sin falla ¡y Fidelio resultó un tragón! Creció con la misma intensidad pa’rriba y pa’ los lados, y a diferencia de los “lady xolos”, éste sí se volvió un perro guardián.
Aquí hago una pausa para contarles que desde 1983 tenemos xoloescuintles; el gran patriarca se llamaba Katakú, aunque -y no me pregunten cómo- su nombre derivó en “Zumito” (pronunciarlo nasalmente, como si estuvieran congestionados), era nuestra infantil y cariñosa manera de llamarlo.
En otras entregas les relataré sobre ese linaje que perdura hasta hoy, por ahora sólo les digo que me resulta difícil concebir mi vida sin un xolo al lado.
Son muy especiales y me atrevo a afirmar que, si bien son canes, no son exactamente perros.
Volviendo al guapo Fidelio -que ya derivó en el “Gogdo Filelio”- es un Amoooooooortz, bueno, con los que quiere, porque el muy traicionero le ha mordido el derrier a unas cuantas visitas… las nachas, pa’ que me entiendan. Aunque no es especialmente bravucón, él sí se tomó muy en serio eso de ser perro guardián, nomás espera a que pase el ilustre desconocido/a, muy silenciosamente se acerca por detrás y ¡zaz! ya le pescó la noble parte.
Por supuesto nos ha metido en más de una embarazosa situación, imagínense la cara que hemos puesto cuando la visita se duele del moretón que le está saliendo, y la consiguiente reparación del daño con pomaditas y una que otra visita al doctor.
Afortunadamente ya salimos de la curva de aprendizaje y ahora siempre vamos atrás de nuestro invitado/a, custodiando vigilantes que el perrote no se acerque. Salvo ese “detallín”, Fidelio es un gentlecan: elegante, grandote y encantador, eso sí, muy perro, en el sentido que no quiere ser tratado como humano sino como perro, y vive como perro… ¡claro! como perro de Violeta, que no es la vida de cualquier perro, es decir, está muy lejos de ser una perra vida.
Por cierto, Fidelio fue el primero de nuestros canes que tuvo tratamiento con factor de transferencia, y ¿qué creen? sí le funcionó, lo curó definitivamente de un absceso que le creció en un costado y no dejaba de supurar.
Ningún antibiótico recetado, ni punción ni cirugía evitaba que le volviera a crecer; después de tres meses de intentos fallidos, nuestro muy estimado jardinero nos recomendó el tratamiento y ¡voilá! el Gogdo Filelio se curó.
Hasta aquí las pataventuras de hoy, sólo haré hincapié en algo importante, que un perro llegue a morder no lo vuelve un ser despreciable ni hay justificación para maltratarlo, hay muchas razones por las que una mascota llega a atacar, y es tarea de los dueños averiguar por qué y cómo prevenirlo; además, un perro guardián es un animal que cuida, y es responsabilidad de los dueños evitar que muerda a quienes queremos dejar entrar.
Nos leemos en la próxima entrega, hasta entonces -y siempre- no dejen de ver por cualquier animalito en problemas, es bueno para ellos y aún mejor para nuestro espíritu: Salvarlos puede salvarnos a nosotros y nosotras mismas.