
De pelos y Huellitas….
Nashrú López Rascón
Mi madre y Tomás
Saludos estimadas y estimados lectores.
Ya regresé, andaba ausente no de parranda, pues el pasado mes de enero perdí a mi madre y la región de los Volcanes perdió a una de sus notables guardianas.
Me refiero a la señora Esperanza Rascón, de muchos conocida por su gran labor en favor de la cultura, la memoria histórica, el medio ambiente y el tejido comunitario.
Más allá de querer dedicarle unas líneas como mínimo homenaje a su incansable trabajo, también la traigo a este artículo porque, definitivamente, mi hermana Violeta no podría haberse convertido en rescatista sin el apoyo que mi madre le dio siempre.
Así que hoy hablaremos de esa faceta de la hermosa Esperanza: solidaria, incluso sin ser una entusiasta de las mascotas.
Hace 13 años, cuando mi padre murió, dejó huérfanos a 13 perros xoloescuintles, mi madre quedó en posesión de la casa, pero eso incluyó a toda la banda de pelones.
No crean que eso la entusiasmó mucho, lo suyo nunca fueron las mascotas, aunque sí llegó a tener una gata y luego una perrita, una hermosa xola que se llamaba Tlanezi, tan hermosa como mensa; era de esas que llamabas hacia acá y corría hacia allá, o se hacía pipí de la emoción pero no captaba que la estabas llamando, le decíamos la barbie pelona.
Por cierto, ambas, en distinto momento y lugar tuvieron el mismo trágico destino: murieron envenenadas al salirse de su respectiva casa y comerse algo contaminado.
Volviendo al punto, mi pobre madre tenía de repente 13 perrijos que atender, tarea nada agradable para ella.
Violeta no regresaba a vivir a Amecameca todavía, así que la diaria preparación del caldo, en una olla tamaño tamalera, pasaba a ser responsabilidad de ella. Había que ir al mercado cada semana por diez kilos de carne surtida, cinco de arroz quebrado y ¾ diarios de tortilla suavizada en el caldo, pues, para quienes no lo sepan, una deficiencia característica de los xolos es que nacen chimuelos o empiezan a perder los dientes desde jovencitos, así que la dieta habitual consistía en el bofe bien cocido, troceadito en su atole de tortilla con arroz y los poquitos de comida que fueran sobrando.
Así se la aventó casi dos años, yo le compraba la carne, ella se encargaba de las tortillas y el arroz y se ayudaba de doña Mary, la apreciada trabajadora doméstica que está presente en mi vida desde la infancia.
Cabe señalar que con doña Mary aplicaba casi diario la de Cri Cri: Ay mamá mira a esta María siempre tiene la sopa quemada…“ y es que doña Mary echaba los ingredientes en los 15 litros de agua y se iba a hacer sus quehaceres, así que tres horas después alguien acudía a apagar el fuego de la estufa llamada por el olor a quemado, normalmente mi mamá o la propia doña Mary, percatándose que una vez más se le había olvidado la comida de los perros en la lumbre.
A partir de 2011 en que Violeta llegó a vivir con ella y yo me hice su vecina, también le empezamos a ayudar con la diaria cocción, la deliciosa comida quemada se volvió ocasional, casi siempre cuando le era encargada a doña Mary porque ninguna de nosotras podría atenderla, aunque una que otra vez también se debió a mí.
En cambio mi madre difícilmente tenía ese descuido, era casi obsesiva con la preparación del “¡sopas!” (cómo decía mi papá expresivamente para llamar a comer a toda la manada).
Los xolos fueron envejeciendo y muriendo, pero el número de perros no descendió, más bien fueron siendo sustituidos por peludos rescatados, así que la ollota diaria de “sopas” se siguió haciendo, sólo que ahora era Violeta la custodia. Sin embargo, recuerdo a mi mamá picando en trocitos la carne un día sí y otro también, se volvió parte de sus tareas diarias por 7 años, hasta que mi hermana decidió cambiarles la dieta por croquetas remojaditas en caldo de carne.
Ambas se simplificaron la vida y a los perritos les cayó mejor la nueva receta. De lo que mi pobre madre no se pudo salvar fue del aulladero cuando Violeta regresaba a casa; la delgada pared entre la sección de mi hermana y la recámara de ella no alcanza a amortiguar las exaltadas demostraciones de emoción cuando olisquean el característico aroma de su bípeda madre que viene llegando.
Quienes hayan visto la película Zootopia recordarán a los lobos aulladores, empieza uno y contagia a otro, que a su vez contagia a otro, que a su vez vuelve a contagiar al primero, haciendo un círculo de ecos aulladores.
Pues así los perros de mi hermana, armaban -y siguen armando- una sinfonía polifónica de altos decibeles, sólo que mi madre es la que ya no está para aguantar estoica tan tremendo concierto (snif).
Siempre admiré la gran tolerancia que tuvo para aguantar todas las incomodidades que conlleva vivir rodeada de tanto perro; incluso, ahora que lo recuerdo, hace unos seis años los dos perros más grandotes, todavía jovencitos, se trenzaron en su jugueteo de jalones y mordiscos y mi pobre mamá, que iba pasando en ese momento por donde andaban, quedó atrapada en el torbellino que armaron, al punto que la tiraron y en la caída su tobillo se dobló, con una resultante fisura en el hueso que la mandó tres semanas a andar en muletas.
Si bien estuvo enojada unos días por el incidente, tampoco arremetió contra ellos, simplemente procuró en lo sucesivo no ponerse al paso de aquellos truhanes ni de ningún otro puberto desorientado.
Y como dice el dicho: “si no puedes con el enemigo, únete a él”, en estos últimos tres meses, conforme la enfermedad la iba debilitando, se hizo partner de un chihuahua que Violeta rescató.
Hagamos una parada aquí para hablar de ese rescate, pues pocas veces aplica mejor el término.
Mi hermana acudió a salvarlo gracias a un aviso donde le informaron que alguien había metido en un costal amarrado a un perrito y lo había puesto junto a un poste entre las bolsas de la basura para que se lo llevara el camión.
Sí, como lo leen, hay gente -si se le puede llamar así- que cree que es una buena manera de deshacerse de una mascota.
Por supuesto, el animalito tiene sus traumas, se ve que fue muy maltratado, pero los ha ido superando, en primera instancia porque la hermosa energía de mi madre lo fue tranquilizando.
Se hicieron “cuais”, y pasó lo inimaginado, mi madre dejó que el pequeño Tomás viviera con ella ¡y se subiera a su cama! Cuando se iba a la ciudad de México a hacerse estudios médicos tardaba varios días en regresar y cuando hablábamos con ella por teléfono no olvidaba preguntar: “¿cómo está mi partner?”
Tomás sigue “vivito y coleando”, ahora es perrijo de mi cuñado ¡que lo cuida más que a sus propios hijos!
Tristemente, mi madre se ha ido, pero tengo la plena certeza de que un cortejo completo de pelones y peludos llevan en andas su alma hasta el Mictlán; no tendrá ningún obstáculo para cruzar los nueve niveles del inframundo -como decían los antiguos mexicanos- y llegar al Lugar del Eterno Reposo, pues un montón de perros escandalosos irán custodiándola gustosos y agradecidos de todas las bondades que recibieron de ella.
Esperanza Rascón tenía esa calidad humana, ese nivel de solidaridad y empatía, con propios y extraños, con humanos y con todo ser vivo que tuviera contacto con ella.
Personas como tú se extrañan siempre ¡no se diga siendo tu hija!
Descansa en paz querida madre.
Nos leemos en la próxima entrega, hasta entonces -y siempre- no dejen de ver por cualquier animalito en problemas, es bueno para ellos y aún mejor para nuestro espíritu: Salvarlos puede salvarnos a nosotros y nosotras mismas.