
Cronista municipal de Tepetlixpa
@MarioA_Serrano
Las procesiones de la época virreinal comenzaban justamente con un desfile de chirimiteros que abrían paso a la multitud, lo mismo de fieles y devotos que de reos de la Inquisición o doctores de la Universidad. Al oír la chirimía uno asiste al desfile progresivo de la historia.
Los músicos que busco son tres.
No tienen mucho problema en dejarse grabar. Simplemente se acomodan en las bancas de piedra que circundan el atrio y se relajan.
Los dos hombres sentados tendrán entre 40 y 50 años de edad; pero el tercero, un hombre de acaso 80 se mantiene de pie.
La única manera de saber que son músicos es porque tienen un instrumento y lo tocan, ya que su indumentaria no tiene nada de extraordinario o revelador.
El del tambor, por ejemplo, de una cara larga y huesuda usa una camisa de vestir blanca y gorra roja en la cabeza.
El del teponaxtle, el más joven por cierto, mete con desgana su mano libre en una sudadera deportiva gris.
El más grande usa un sombrero de fieltro negro gastado y una chamarra de tela sintética descomunal para su talla.
La única particularidad del conjunto es un dibujo bastante tosco de la portada de la parroquia de San Esteban que está plasmado en el cuerpo del teponaxtle. Encima de la portada una cinta declara en rojo sobre fondo blanco: Banda Azteca de Tepetlixpa.
No hace falta deducir que son parientes.
La fisonomía es idéntica.
Sólo el más joven, que todo el tiempo permanece callado, tiene un gesto tan inescrutable que lo hace parecer idéntico a su instrumento, el teponaxtle solemne y rítmico, pero sólo rítmico y solemne.
El del tambor en cambio es más fresco.
—Francisco Andrade Vega, para servirle.
Con él se hacen los contratos, me dirá más adelante y ya entiendo la razón. Es más espontáneo al hablar, tiene su elocuencia, pero en ningún momento se plantea como más importante o como pieza fundamental.
—Aquí mi padre fue el que fundó la banda —me reitera a cada momento.
La Banda Azteca de Tepetlixpa es una agrupación que tiene medio siglo de haber, pero que es apenas conocida.
Dilemas de lo tradicional, mientras más cerca están de los valores comunitarios y de las formas de la cultura local, más lejos se encuentran del gusto popular, además de que evidentemente su música tiene un uso específico: el religioso.
—Tocamos de iglesia, de procesión; aquí por ejemplo tocamos música de iglesia —comenta mientras señala el teponaxtle.
—Y lo que toca, ¿tienen nombres?
—Pues la verdad no.
Esta que acabamos de tocar se llama Los guajitos, y hay otra que se llama Tres Marías, pero son varias las que tocamos.
Efectivamente, estos músicos abren las procesiones de la Iglesia y hasta se diría que tienen asignado su lugar a un costado del templo, en un sitio que la memoria colectiva señala como muy simbólico, pues se dice que ahí se alzaba un fresno imponente en el que se supone, la imagen del Dulce Nombre de Jesús fue puesta al llegar por primera vez al templo.
Acaso no sea sino que es un lugar cómodo, con vista dominante al atrio, pero en otra ironía, este tipo de música no es de escenario. Confinados a ser músicos andantes, litúrgicos o de acompañamiento, su papel ha sido velado en un plano que sólo interesa a los que gustan de las tradiciones y la cultura.
Cuanto más repasen su extenso repertorio menos se le pondrá atención por todos los distractores que tienen al lado.
La melodía de la chirimía es muy notoria por las notas tan agudas que alcanza, así como por el tono tan lastimero que evoca.
Las procesiones de la época virreinal comenzaban justamente con un desfile de chirimiteros que abrían paso a la multitud, lo mismo de fieles y devotos que de reos de la Inquisición o doctores de la Universidad.
Al oír la chirimía uno asiste al desfile progresivo de la historia.
En esta región del país, la chirimía se acompaña de tambor y teponaxtle.
La mezcla cultural es entonces más vívida y por la presencia del prehispánico teponaxtle, la agrupación recibe el nombre de Banda Azteca, denominación propia del Estado de México.
El suyo es único, acaso por su factura que es muy ruda, de unas tablas ensambladas y pintadas de azul vinílico; puede que por su desgaste natural que lo hace parecer héroe de mil batallas.
También por su rótulo, Banda Azteca de Tepetlixpa, que está dibujado a mano alzada con una sinceridad rayana en lo grosero, pero resulta que no es tan antiguo como parece.
—Este tiene sobre los veinte o veintidós años.
Acá con el -ya es difunto- don Julián Galván, con él lo mandamos a hacer.
Le comento que su música es muy bella y muy antigua.
Francisco me agradece la deferencia.
—Yo cuando le empecé con mi papá… no, ¡temblaba!, pero ya ahora le agarramos para allá y pa´ca. Hemos andado por acá por Totolapan, en Xochimilco, en Guerrero, incluso hemos ido a Chiapas.
A donde nos busquen pues por allá vamos.
Trato de imaginarlos en sus viajes por todos los lugares donde se han presentado.
A fin de cuentas asumen su oficio más como trabajo que como un cargo y entonces se vuelve más visible la botella de tequila que tienen guardada en una bolsa, sobre la banca de piedra.
—Su música por desgracia se va perdiendo, no es muy reconocida. ¿Le han enseñado a alguien a tocarla?
—Nosotros quisiéramos enseñarles a otras personitas, pero, no les gusta —responde riéndose.
Por eso, la verdad, nosotros le encomendamos a Dios -y al decirlo se quita su gorra- nuestra música.
Por eso nos ocupan. ¡Le dan muchas gracias a Dios con esta música! -dice orgulloso de sí.
No puede ser más enfático.