
Cronista municipal de Tepetlixpa
@MarioA_Serrano
Cuando me abrió la puerta de su casa me miró socarronamente y me dijo que ese encuentro iba a ser más o menos una competición. “¿Cómo? –le dije un tanto sorprendido”.
Se echó una carcajada que de inmediato rompió el hielo. “¡Sí! Una competencia para ver quién sabe más de historia”.
Lo primero que capturó mi atención al entrar a la casa fue un letrero formado con pequeñas piedras entre las losas del patio: “Pase pero sin bromear”.
Ya en su cuarto, sobre una mesa pegada a la ventana destacaba una Biblia de considerable tamaño, una serie de libretas, misales, papeles y sobre todo, bien enmarcados en la pared, reconocimientos del ayuntamiento.
Se había preparado para la plática: camisa bien planchada, uno de sus famosos y característicos chalecos, sombrero de lana, bigote bien cuidado y el bastón entre las manos como extensión de su cuerpo.
Don Agustín de la Rosa Soriano nació en Tepetlixpa el 21 de octubre de 1929. Casi llegaba al siglo pero en su prodigiosa memoria la cuenta de los años era superflua.
Cuando lo escuchabas hablar parecía como si todas esas anécdotas que se sabía apenas hubieran sucedido antier.
Aquella vez que me invitó a su casa para entrevistarlo logró conectarme con algunos pasajes de la historia de este municipio con verdadera magia; más que imaginarlos, podías verlos: a muchos campesinos recorriendo montes y tierras, al desfile de albañiles y peones alzando de a poco el Santuario del Dulce Nombre de Jesús, algunos incidentes que en su tiempo fueron importantes, pero que ahora quizá nadie los recuerde.
En sus propias palabras, don Agustín fue “un hombre de gusto”.
Cuando me abrió la puerta de su casa me miró socarronamente y me dijo que ese encuentro iba a ser más o menos una competición. “¿Cómo? –le dije un tanto sorprendido”.
Se echó una carcajada que de inmediato rompió el hielo. “¡Sí! Una competencia para ver quién sabe más de historia”.
Ese sentido del humor le permitió sobrellevar sus enfermedades y nostalgia.
Me contó que su vida se fue entre el trabajo como campesino, su profunda convicción y devoción a la religión católica y el gusto.
Esta palabra resulta comodín. El gusto en don Agustín le permitió meter en el mismo saco las cosas más disparatadas pero no absurdas.
Fue montador de toros, trovador, corridista, le encantaba cantar, andar en diversas tertulias y tapados.
“Canté con varios compositores y trovadores de Morelos, en las ferias de Cuautla, Tepalcingo, Tlaltizapan, y Mazatepec y en año nuevo en Jojutla de Juárez, ahí se reunía todo lo bueno y ahí se olvidaban todos los pesares”, apuntó en su libro Costumbres de mi pueblo Tepetlixpa.
Orgullosamente se decía discípulo del gran Marciano Silva, a quien conoció en sus últimos años en Cuautla, y respetaba como maestro a Federico Becerra, trovador de Zacualpan, además de ser contertulio de Samuel Margarito Lozano, el compositor de Tampico hermoso.
Como si todo lo anterior fuera poco, le apasionaba el teatro.
En el viejo Tepetlixpa, entre 1940 y 1980 más o menos, las representaciones teatrales eran la principal diversión pública.
Se montaban obras en el atrio del Santuario, cuya organización se tomaba muy en serio: coreografías, vestuarios, parlamentos y desde luego actores.
Don Refugio Lima, el principal promotor de estas obras era recordado por don Agustín con cariño, porque lo invitó a participar en varias de estas piezas.
Al menos dos se representaron en la Basílica de Guadalupe y en la Feria de la Candelaria en Tlacotalpan, Veracruz en la década del 50.
Don Agustín fue buen actor y además, sus capacidades para versificar y memorizar le redituaron mucho, porque a la primera provocación era capaz de recitar parlamentos enteros sin equivocación.
Ya hablé mucho sobre su memoria, pero al paso de los años, sabiamente se percató que tenía que poner por escrito ese torrente de recuerdos, personas y anécdotas.
Escribió dos libros: no buscaba el gran estilo sino una suerte de servicio público, de compartir información que hablara sobre el pasado de Tepetlixpa para el beneficio de los interesados.
De ahí que guardaba con mucho orgullo el haber sido cronista municipal entre el 2003 y el 2006 y como su pared lo testimoniaba, haber sido reconocido públicamente como un personaje que contribuyó a la cultura municipal.
No podría completar su perfil sin mencionar la importancia que tenía en su vida la religión católica.
“Es que yo fui educado por religiosas” me contó; esa formación permeó su vida, modo de hablar, estilo para dirigir exhortaciones, discursos y desde luego, la otra habilidad de la que se sentía especialmente orgulloso, su facilidad para hablar de temas religiosos y bíblicos.
De ahí el empeño que tenía por explicar exhaustivamente el contenido de los murales del Santuario del Dulce Nombre de Jesús, idea ornamental que de alguna manera provino de él.
Evidentemente la vida pública de un personaje está expuesta a malquerencias y a la befa por parte de los demás.
Ofelia Garduño, quien pintó los murales arriba aludidos, lo usó como modelo en una escena, pero las opiniones encontradas y cotilleo propios de los pueblos, terminó por borrar el retrato de don Agustín, transformado en personaje bíblico para siempre.
La vida privada es un espacio íntimo que no debe interesar al gran público. Aquella vez platicamos largo rato, un pequeño aguacero permitió que la charla se prolongara y gracias a la habilidad socarrona y de excelente conversador, don Agustín no dejó que muriera el interés por el pasado, los nombres, los hechos. Debo reconocer que traté de darle vuelta a su apasionada discusión sobre la Iglesia y la Biblia, no porque no sean temas importantes, sino porque de pronto me confió algunos pasajes de su vida y como se dice, le di cuerda.
Con nuevo brío me confió sobre sus primeros amores, sus andanzas por los pueblos surianos y también sobre su edad, ese estado de la vida en el que la nostalgia y el recuerdo también pueden ser cuchillos que peligrosamente quieren cortar a la memoria.
En esa parte final, sus emociones quedaron a flor de piel y me sentí profundamente conmovido.
Pero rápido cambió su semblante. “Bueno, pues me da gusto que a la juventud le guste la historia y que se interese”.
Me acompañó a la puerta, la verdad es que nuevamente le eché una mirada al letrero “Pase pero sin bromear”, era un guiño.
En mi cabeza aún se escuchaba parte del Corrido de Tepetlixpa que me cantó a capela mientras el aguacero pasaba: “Se me vino una inquietud / de dibujar Tepetlixpa / porque de pueblos vecinos /no hay pueblo que le compita”.
Don Agustín tomó la cerradura y abrió la puerta, parecía leerme la mente: “¿Sabes?, creo que ya podemos acabar la competencia.
Usted dirá don Agustín. Pues viéndolo bien, yo te gané. No lo dudo, usted es el ganador. No joven, no sólo eso, ¡es que nadie sabe más de historia de Tepe que yo!”. Nos carcajeamos sinceramente un buen rato.
Justo por ello pienso que en este momento, en donde esté, se ocupa en platicar de su pueblo, corridos, guitarras, toros cenizos, pastorelas, cuartetos octosílabos, pero más que nada, desde ese lugar etéreo.
Don Agustín está sonriendo.