12 de marzo
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@MarioA_Serrano

Cronista municipal de Tepetlixpa

Sus superiores lo desterraron de la tierra caliente por sus reiterados amores clandestinos y lo confinaron al seminario de Tepotzotlán como castigo, con la idea, un tanto ingenua de que estar en lugar sagrado le traería el arrepentimiento y reflexión, pero justo sucedió lo contrario.

   Vivir en el cambio de siglos pareciera una referencia que sólo sirve para las líneas del tiempo, pero si lo piensan con calma resulta algo especialmente terrible.

Ya no perteneces a una época y los nuevos tiempos caminan tan rápido que no los entiendes.

Puedes ser contemporáneo y viejo al mismo tiempo, pero seguramente no encuadras con un molde o tendencia, ahí está la rareza y dificultad de los llamados millenials (nacidos entre 1981 y 1997) para encontrar un estilo, una tendencia o moda, en conclusión, nada peor que vivir entre siglos.

No obstante, hay personajes que vivieron en esos periodos de transición que aprovechando lo peor y mejor de los dos siglos que unen rompieron esquemas. Don Francisco Antonio de Urueta, sacerdote nacido en Ozumba, que vivió el cambio del siglo XVIII al XIX es un clarísimo ejemplo.

Entre 1790 y 1800 don Francisco fue vicario en Yautepec donde pronto hizo fama de mujeriego.

Se decía que había seducido “al menos” a 12 mujeres de los pueblos circunvecinos; nótese el “se decía”.

Quizá tenía una personalidad intensa y sangre livianita, en realidad no podemos saber al cien por ciento su vida, pero hay pinceladas, le gustaba el jolgorio, el trago, era buen orador y hay ciertos indicios de que no le hacía feo a arremangarse la sotana para meter mano al trabajo de campo.

Sus superiores lo desterraron de la tierra caliente por sus reiterados amores clandestinos y lo confinaron al Seminario de Tepotzotlán como castigo con la idea, un tanto ingenua de que estar en lugar sagrado le traería el arrepentimiento y reflexión, pero justo sucedió lo contrario.

En 1799 se escapó del convento-cárcel para sostener un apasionado encuentro amoroso de fines del siglo XVIII.

Las circunstancias darían para escribir un cuento por lo menos.

El cura estaba en lo propio con su amante; el esposo que ya habría olido el posible engaño, tomó las debidas precauciones.

En primer término acudió a la policía de la Inquisición que tenía el absolutamente irónico nombre de “Familiares” para dar cuenta que el peligroso corneador rondaba cerca de su casa.

Los familiares se acercan sigilosamente y comprueban seguramente con ingrata sorpresa para el marido que en efecto se estaba llevando el delito; inmediatamente toman manos a la obra estableciendo un perímetro de seguridad, haciendo un encapsulamiento (saber cómo se llamaban entonces las técnicas policiales) o más seguro metiéndose por la fuerza bruta a la casona virreinal.

Cuando el cura prófugo y pecador, reo, convicto, indeseable y póngale usted todos los adjetivos que guste, se percata de que le han tendido una celada, toma una camisa y se descuelga por la ventana del cuarto.

Pero al mejor cazador se le va la liebre: un piquete extra de Familiares estaba esperándolo debajo del dintel, sabedores de sus astucias y trampas y así, semidesnudo y todo fue conducido nuevamente al Seminario de Tepotzotlán para pagar por ese pecadillo, en, su según se ha esbozado, muy larga lista de faltas y pecados con mayúscula.

 El padre Antonio regresó a nuestra región hacia 1802, fecha en la que aparece su nombre en Atlautla y Ecatzingo.

Además de mujeriego, incitador a los pecados veniales, seductor de jovencitas, evasor de la justicia y otros tantos cargos, la Inquisición le había procesado por hereje, de lo que él siempre renegó y por cierto no hay pruebas que ciertamente lo inculpen, pero tenía la prohibición expresa de administrar sacramentos.

Obviamente, para los que aún están leyendo esta columna, la Inquisición en el siglo XIX no era ni la sombra de la vieja ortodoxia que dos siglos antes, por menos de la mitad hubiera reducido a cenizas al cura indolente, aunque hay que agradecer esa laxitud, porque de otra forma hoy no sabríamos nada de este curiosísimo personaje.

Porque sigamos su historia, después de ser procesado, se le prohibió expresamente impartir sacramentos bajo pena de excomunión y ese castigo en realidad se volvió un aliciente, porque al estar de alguna manera libre de los deberes sacerdotales, don Francisco Antonio comenzó a destacar en la región por todas las medallas que le dieran fama en la tierra caliente, pero un paso más adelante.

 Los testigos de cargo en su causa levantaron sin saberlo su fama póstuma, testificaron que desde jovencito, cuando fue diácono le gustaba vestirse de seglar, “acompañarse de gente de mala nota para correr fandangos y andar por las calles en la noche acompañado de música”.

No podemos juzgar la pureza de su fe o si tenía una vocación real (entró al Seminario de 10 años empujado por la pobreza, ustedes saquen sus conclusiones) pero es bien interesante lo que comenzó a hacer, ya en pleno siglo XIX en su tierra.

 Se relacionó con los graniceros y tiemperos de ese entonces, desarrolló de pronto un extraño gusto por las cosas del pasado indígena y según las fuentes, comenzó a indagar en los cultos de los “viejos dioses”.

Los historiadores apuntan que tenía un auténtico liderazgo en las comunidades indígenas bajo el volcán, donde propios y extraños le pedían consejo.

Se tiene noticia de que sus antiguos feligreses del hoy estado de Morelos venían a la región para conversar con el famoso cura.

Pero su aura escandalosa opacó casi todo lo anterior; también se decía que fabricaba y contrabandeaba aguardiente ilegal, que vivía ostentosamente en amasiato con una mujer a quien amaba sin tapujos en público y además, que gustaba de salir a la calle fuertemente armado.

En 1805 llegó el fin del escandaloso padre Urueta.

Genio y figura: Se supone que, yendo de camino hacia Amecameca le sorprendió un fulminante ataque de apoplejía que lo dejó tirado en la mitad del camino.

 El subdelegado político (autoridad judicial de la época) llegó al lugar para realizar lo que hoy sería el levantamiento de un cadáver.

Vio al famoso Antonio Urueta, del que se decía en últimos años que había escuchado a un indio en confesión, lo que le hacía franco rebelde de la Iglesia y cuyas correrías eran conocidas por medio mundo.

Pudo la fama, el subdelegado metió la mano en las faldriqueras, bolsas y holanes, en el doble fondo del cinturón, en la pistolera, vaya uno a saber dónde, y encontró una llave.

El funcionario deja al inerme Urueta en el fatídico paraje, después de todo, un cadáver no puede irse lejos ni caminar por sí solo. Monta su caballo, casi lo revienta, una corazonada cruza su mente de subdelegado, funcionario de Su Majestad el rey aunque sea en estos miserables pueblos del otro lado del mar.

Llega al rancho del padre con la cabeza bombeándole sangre a toda velocidad, sus torpes manos toman la llave y abre el baúl. Y sí, encontró la fabulosa suma de mil quinientos pesos novohispanos entre dinero y joyas que sólo don Antonio supo cómo logró amasar.