
Se apagó la velita de Ignacio López Tarso
Mario Alberto Serrano Avelar
Cronista Municipal de Tepetlixpa
La primera sucede cuando Macario lleva la carga de leña y atraviesa el panteón de su imaginario pueblo; y efectivamente es un panteón, en este caso el de Gualupita en la cima del Sacromonte.
Fue mi buen amigo don Raúl Ruiz, mejor conocido por propios y extraños como “El Conejo” quien al platicarme sobre sus compañeros y maestros de la escuela los despojó de ese aire inalcanzable que tienen las estrellas.
“El Conejo”, a quien siempre recuerdo con mucho cariño, me platicaba efectivamente que en la Escuela de Teatro de Bellas Artes trató a las más diversas personalidades que con el paso del tiempo se consagraron o pasaron al olvido.
De dos personas siempre tuvo grandes muestras de emoción por su inclasificable personalidad; el primero fue de su maestro Juan José Arreola, que según me contaba, llegaba a clases vestido de capa, sombrero de ala ancha y bastón, con un histrionismo tan enorme como imposible de transmitir.
El segundo no era otro que su compañero Ignacio López Tarso.
En su memoria, don Raúl me lo describía como un hombre bastante entregado a su profesión y muy, mucho, demasiado meticuloso con lo que hacía.
Pido disculpas por la frase tan ampulosa pero me resulta imposible describir la elocuencia y chispa del ya finado “Conejo”, que te hablaba con todo su cuerpo pero sobre todo con sus profundos y divertidos ojos azules.
Pero justamente esas pláticas me trajeron a la vista al ser humano antes que al personaje.
Tarso, nacido Ignacio López López en la Ciudad de México en 1925 perteneció a una generación de artistas cuya formación inicial fue humanista y clásica.
Al igual que Carlos Cámara, Joaquín Cordero o su estrictamente contemporáneo Sergio Magaña, el primer actor fue un tremendo lector que apreciaba la cultura escrita como un derrotero para su trabajo histriónico.
En eso pesó desde luego que hubiera sido seminarista allá por los años 40 del siglo pasado y que proviniera de la escuela donde mi amigo don Raúl hizo lo propio.
La generación de López Tarso, a diferencia de los primeros ídolos del Cine de Oro provenían del teatro y fueron los primeros en aplicar en México el método Stanislavsky que propone la construcción de personajes más realistas, rompiendo moldes, caracterizándose en transformaciones extremas y revitalizando al Cine de Oro que para fines de los 50 ya estaba comenzando a decaer.
La noticia del fallecimiento de López Tarso me sorprendió como seguro les pasó a muchos lectores de esta columna porque el actor era recio, enérgico, muy lúcido; irradiaba una energía que parecía ir renovando no obstante que en cada uno de sus papeles pareció dejar una dosis nada insignificante de esa misma energía.
Don Raúl nuevamente: la gran aplicación al estudio de López Tarso, su compromiso con el medio, incluso cierta dosis de obsesión con lo histriónico, pero también, su conocimiento del teatro clásico que le llevó por diversos papeles de la más variada índole.
De todos, por obvio, Macario; pero valga no por sus premios y alcances sino porque como seguramente saben, hay un par de escenas donde aparece Amecameca, el Sacromonte para ser más precisos.
La primera sucede cuando Macario lleva la carga de leña y atraviesa el panteón de su imaginario pueblo; y efectivamente es un panteón, en este caso el de Gualupita en la cima del Sacromonte. En una de las tumbas esculpidas por Reynaldo Guagnelli, se montó un altar de calaveras y velas que están ardiendo mientras el leñador lleva su atado y aparecen unos empelucados ricachones en el segundo plano; al fondo se aprecia el verdor de la Sierra Nevada.
La segunda escena es capital para la historia: cuando Macario toma conciencia del enorme regalo que le ha dado la Muerte, decide esconder las botellitas en un tronco tapado con una piedra para protegerlas de pérdidas. Brevemente se aprecia el mercado, sus arquerías y el centro de Amecameca y se sobreentiende que, si en lugar de vender su don hubiera mantenido su secreto en ese tronco, otra hubiera sido la historia.
Roberto Gavaldón que era un perfeccionista con los encuadres y le daba una importancia capital a la fotografía, consiguió en esa película de 1960 proyectar toda la juventud e inteligencia de López Tarso, además de legar una fotografía espectacular como la inolvidable secuencia de las velas en las Grutas de Cacahuamilpa. Sin embargo, no fue por mucho el único gran papel de López Tarso. Su “coqueto” con personajes sórdidos y violentos como el preso de Nazarín que sale en defensa del maltratado cura, es realmente soberbia, aunque quién sabe si el más siniestro papel encarnando fue el odioso Don Jesús en Los albañiles.
Ese arco entre diversas personalidades bien encarnadas y realistas es lo que le ganó muchos admiradores, incluyendo desde luego a don Raúl.
Eso también me lo contó sabrosamente, que su ex compañero tenía una facilidad tremenda para entrar y salir de un personaje completamente distinto uno del otro. Aunque en el fondo quizá no es que fuera dejando su energía en sus personajes sino que parte de esa personalidad también se la fue llevando a su persona.
Ahí está el entrañable Adán que Ismael Rodríguez dirigió en El hombre de papel de 1963, un personaje cuya una humanidad desbordada siempre me hace pensar en mi otro enorme paisano que es el Gude.
Luego Jacinto Yáñez, el campesino que se enfrenta a la voracidad de las empresas petroleras en esa otra joya de Roberto Gavaldón que es Rosa Blanca; la espeluznante cruzada del “profeta” Mimí en la película homónima de José Estrada nos mostró las cualidades más reales y profundas del actor para llegar en mi propio recenso a 1997 y su interpretación del intransigente padre Leopoldo en Santo Luzbel (dir. Miguel Sabido) donde nos regaló su capacidad para encarnar a una persona enérgica, despótica, que alza la voz todo el tiempo, pero justamente porque el reto actoral no es pasarse una hora gritando sino ser convincente en el momento del quiebre, cuando la culpa cae sobre el sacerdote que ha provocado la tragedia.
Cada quien tendrá su lista favorita de películas en las que el estilo de López Tarso se impuso pero ahora vuelvo sobre la parte final de Macario. Gavaldón, gran maestro de la intriga y el melodrama, deja al aire la pregunta si Macario efectivamente se comió el guajolote o si todo fue un sueño, pero en todo caso, sabemos que también le ganó a la Muerte porque al convidarle un trozo de la apetitosa ave, él también tuvo tiempo de comerse el anhelado alimento que lo haría feliz.
El sábado 11 de marzo se apagó la velita de Ignacio López Tarso y sin embargo, creo que ahí también le ha ganado a la muerte. Honremos su memoria y disfrutemos de su extensa filmografía y trabajo creativo.