12 de marzo
Iztaccíhuatl Haven Miller

Mario Alberto Serrano Avelar

Cronista Municipal de Tepetlixpa

Facebook/ TepetlixpaEnLaCaradelCerro

En la película Una historia de fantasmas (A Gosth History, dir. David Lowery, 2017) hay una secuencia donde el  protagonista se detiene en medio de su casa y de pronto toma conciencia del Tiempo en mayúscula.

            El personaje por alguna razón puede ver el futuro: cómo se van levantando edificios enormes y futuristas, cómo lo que era su modesto suburbio de pronto se convierte en una ciudad enorme, tan estrafalaria que le resulta imposible conectar lo que está viendo con lo que él conoció.  

            Después comienza a ir hacia el pasado viendo a las personas que vivieron antes de él y su familia en esa casa; es por ejemplo, testigo del momento en que se construyó el inmueble, y todavía va más atrás hasta llegar al momento crucial cuando un hombre en su carreta llegó a ese páramo desolado y al  establecer ahí su campamento marcó el inicio de la historia de la casa y su vida.

            La película de Lowery es un tributo al tiempo pero también una forma muy poética de entender qué es y cómo podemos vivir la historia en nuestras comunidades.

            Muchas personas y no las culpo por ello, ven a la Historia como algo aburridísimo y sin ninguna utilidad práctica: su experiencia con este apasionante conocimiento ha sido producto de clases memorísticas o formas muy aburridas de aprender nombres y fechas.

Pero imaginar quién vivió antes que nosotros en el lugar donde estamos parados y estar dispuestos a explicar qué fue sucediendo en esos objetos y lugares es un buen argumento para demostrar que la Historia en realidad es muy apasionante.

Para abonar a mi argumento traeré a colación el documento “La fundación de San Francisco Cuacuazentlalpan” del que prometo hablar en próximas columnas. Se refiere como pueden comprender al origen de Zentlalpan, rescatando que cuando se establecieron los linderos y mojoneras, por acuerdo de sus caciques se crearon pueblos cuya finalidad sería la de proteger dichos linderos y establecer en cada uno de ellos un guardia.

“El barrio de Los Reyes, el barrio de Santo Tomás Atzinco, el barrio de San Antonio Tlaltacahuacan, el barrio de la Visitación Chalma, el barrio de San Esteban Cuixinco, el barrio de Santiago Cuatlalco… donde guardeís todo lo que os dejamos, para que sirváis al Santísimo Sacramento, para dar cumplimiento a nuestras palabras”.

Si en lugar de memorizar estos datos pensamos en cómo eran dichos espacios, qué paisajes se podían ver ahí, qué cosas han cambiado y cuáles siguen imperturbables desde entonces pese al tiempo y a los caprichos de los seres humanos, podemos ver que la Historia, como en la película que referí al inicio, es básicamente la maravilla de imaginar y reconstruir: exactamente igual que los buenos cuentos (o chismes) que nos gustan oír.

La Historia permítanme seguir el punto, es un ejercicio de ensoñación donde el suspiro, la mirada perdida en lo que ahora existe y en lo que un día fue, lo hayamos conocido como testigos o simplemente en las pláticas de nuestros mayores nos hace vivir el pasado como si lo viéramos por primera vez en ese instante.

Ya que hablé de Zentlalpan daré un pequeño salto a la Hacienda de Panohaya para concluir este texto. No es difícil imaginar cómo debió ser hace 500 años si vemos los terrenos de labor que existen a las afueras de Ameca, enormes cuadrados llenos de maíz o trigo, con linderos marcados por cedros y un riachuelito de agua cruzando por la orilla.

Así debió ser cuando la recibió su primer dueño, el cacique Miguel Paéz en tiempos de la fundación de Zentlalpan, pero luego la ensoñación puede ser también como una película a toda velocidad. Imagínense parados en los amplios patios de la antigua hacienda. Cierren los ojos para ver cómo la recibió el abuelo de Sor Juana a mitad del siglo XVII, imaginen su calidad cuando la tuvo el bachiller Miguel Sáenz de Sicilia que destinó tres mil pesos de 1790 para salvar su alma y puso como garantía justamente “una hacienda que se llama San Miguel Panohaya que está en Amecameca”.

Los surcos aparecen y desaparecen en esta imagen rapidísima. Cambian los linderos ligeramente, se mueve algo el riachuelo, los árboles se talan y se siembran otros. La tierra se barbecha y se vuelve café, amarilla y nuevamente verde cada año durante más de trescientos años una y otra vez.

Un día sin embargo le siembran infinidad de manzanos y le ponen bardas emulando almenas, torres y baluartes miniatura que toman desprevenido al espectador hasta que se le dice que era para emular Castillos, porque Castillo era el apellido del dueño de ese entonces.

Y un día en fin, también se arrancan los manzanos y se convierte en lo que todos sabemos que es y tiene hoy. Entonces, justo ahí viendo a los cientos de visitantes moverse de un lado a otro, la historia no solo es el pasado puntilloso que los obsesionados con el tiempo insisten en  memorizar, atormentado de paso a otros que no tienen tal capacidad de retención.

Mientras cae un aguacero durísimo que espanta a los visitantes, el tiempo corre hacia atrás para ver los cultivos de don Miguel Páez y sus vecinos aguerridos de Zentlalpan. Cierren los ojos e imaginen entonces cómo será este lugar dentro de quinientos años.

Entonces verán que la Historia también es el control remoto con el que mueves, adelantas, regresas o pausas lo que pasa enfrente de tus ojos.