12 de marzo
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Mario Alberto Serrano Avelar

Cronista Municipal de Tepetlixpa

Cada año se requiere un orden más allá de lo material que ponga a Amecameca en su sitio correcto precisamente dentro de la historia, que la ate a sus raíces, a su cosmovisión y a su esencia.

En sendo oficio fechado el 31 de enero de 1913, el ayuntamiento de Amecameca solicitó que fueran enviados algunos soldados a la ciudad para resguardar la seguridad de la plaza.

Cuando el documento fue redactado aún gobernaba Francisco I. Madero, pero estaba a días de ser derrocado por Victoriano Huerta e incluso, a días de ser cobardemente asesinado.

El presidente municipal de Amecameca se llamaba Luciano Parrilla, un alcalde cuyo periodo de gobierno fue literalmente un infierno y que, en el colmo ha sido tragado por el olvido.

Sucede que su municipio estaba viviendo todo tipo de crisis.

Los zapatistas iban y venían, el comercio se hallaba intranquilo, la presencia militar resultaba una garantía para el orden, pero también una muy onerosa carga para la vecindad.

Por si fuera poco, los vaivenes de la política no acababan de aclararse: el oficio del presidente Parrilla por ejemplo, no tenía el lema “Sufragio efectivo, no reelección” que los alcaldes de 1911 se apresuraron a colocar tras la derrota del añejo don Porfirio, sino que volvía al “Independencia y Justicia” de los viejos tiempos.

Como si dijera “aquí nada ha cambiado, aquí aún esperamos ver quién es el bueno

El destinatario del oficio de petición era el jefe político Manuel Frías Alcocer. Su trabajo era fungir como enlace entre el gobernador y los alcaldes para indicar los rubros de la política que debían cumplirse, resolver los problemas y mantener disciplinados a los ayuntamientos.

Este licenciado oriundo de Chalco, por cierto, también resulta un añejo ejemplo de los tan comunes “chapulines” de todos los tiempos, pues comenzó su carrera en el porfiriato, dio el salto con la revolución maderista y todavía logró una chamba de alto nivel cuando el mismo Victoriano Huerta lo nombró Comisionado para la Paz de la región en el mismo 1913.

Luciano Parrilla solicitó soldados porque estaba a la vuelta de la esquina el Carnaval.

Ese año el Miércoles de Ceniza se realizó el 7 de febrero, en medio de la barahúnda de la revolución zapatista. “Teniendo en cuenta el estado anormal que aún se deja sentir con motivo de la revuelta”, pide “sea aumentado el número de fuerzas destacadas en esta plaza, con el objeto de contrarrestar con prontitud los desordenes que fácilmente pudieran suscitarse por la aglomeración de gente”.

Todo puede parar, o casi todo, pero no el festejo.

El alcalde Parrilla y sus regidores lo sabían como ahora lo entendemos usted y yo.

No sólo es el impacto económico de los festejos, ni las multitudes de personas que quien sabe, en una de esas son campesinos contemporizadores de Zapata.

No. Se trató en 1913 como ahora en 2024, de darle continuidad a una tradición que incluso supera ese nombre tan manido.

Es una fuerza desbordante que atraviesa la historia. Cada año se requiere un orden más allá de lo material que ponga a Amecameca en su sitio correcto precisamente dentro de la historia, que la ate a sus raíces, a su cosmovisión y a su esencia.

Por eso poco importó en ese 1913 que la Revolución fuera un auténtico peligro para los así llamados “caminantes”.

En la lógica del alcalde, bastaba colocar caballería armada y listo, la feria podía llegar.

Si en mayo la región estaba prácticamente al rojo vivo y el licenciado Frías Alcocer comenzó su nada grata tarea de pacificar la zona, eso en realidad no se veía llegar… o sí, pero no importaba.

Lo inmediato era el festejo, había luego entonces que proceder.

Sin embargo, el Miércoles de Ceniza no es un festejo a secas. Como todas las fiestas tradicionales tiene una continuidad de la que el oficio de 1913 es un simple eslabón.

Lo increíble es que se puede imaginar, porque también es la festividad más documentada de la región. ¿Cómo fue durante el siglo XVIII, con sus artesanos de tierra caliente que no llegaban en camionetas sino en recuas?, ¿cómo fue aquel festejo que tanto hizo gozar al maestro Ignacio Manuel Altamirano y al mismo tiempo tanto le hizo pensar en el fanatismo indígena?

Ambos extremos los podemos conocer con paciencia y un poco de suerte porque tenemos datos, muchos. Pero así como fotógrafos tan famosos como Whaite se daban anualmente la oportunidad de venir a capturar la misma escena que de tanto ser conocida nunca se repite, el festejo también se mantiene por manos anónimas, el sublime motor de la historia.

Acá no es tanto la herencia de las tradiciones colectivas, quizá por eso no hay procesiones suntuosas ni mayordomías que con munificencia logren recaudar el dinero que se necesitaría para salvas de cohetes más grandes, para misas solemnes o comilonas gratuitas.

Porque aquí la tradición es como pretendo decir arriba, una fuerza que va atravesando el tiempo maravillosamente. Porque con avatares como la revolución zapatista, o la presencia carrancista de 1914, o el tifo a inicios de los 20, la crisis económica de los años 30, o la pandemia ya histórica de 2020, el Miércoles de Ceniza sigue llegando cíclicamente y Amecameca, el auténtico pueblo de barrios que tienen más de medio milenio de vida, sigue preparándose, con o sin soldados de caballería, con o sin redes sociales que lo den a conocer.

A pesar de tantas fuentes, tantas fotos antiguas, tantos textos como éste, el Miércoles de Ceniza llega solemne y nos hace ver que la única fragilidad que pudiera tener es la de los seres humanos que deben organizar el festejo contemporáneo, pero al mismo tiempo, que siempre vendrán nuevos personajes que harán lo propio el año, el decenio y el siglo que viene.

El día sábado los miembros de la Hermandad del Señor del Sacromonte limpiaban con suma delicadeza y respeto la urna y nicho de la imagen. Son personas bien arraigadas a este tiempo, son los personajes que en este siglo deben de realizar lo que otros han hecho desde tiempos muy ancestrales. Los saludamos amistosamente mi esposa y yo, pero mientras bajábamos el cerro me quedé pensando en lo que ahora intento compartir a los tres lectores de la columna.

El Miércoles de Ceniza está a la vuelta de la esquina. Verlo como esa tradición casi orgánica me provoca sentimientos encontrados: hay un pedacito de eternidad en estos actos que se siguen y estoy seguro seguirán haciendo. La limpieza es la misma, el cerro se mantiene, lo más importante de todo, la imagen sigue ahí, recostada en su urna, posando una mirada inenarrable sobre su pueblo y fieles.

Los seres humanos sin embargo hemos transitado.

Vean la foto que ilustra esta columna, esas personas ya no están en este plano terrenal. Ahora nos toca a nosotros.

¿No nos sentiremos orgullosos luego entonces de contar con semejante tradición histórica tan realmente viva? ¿de ser hoy día los partícipes de una festividad que ya tuvo en nuestros ancestros a los antiguos actores?

Yo al menos, disculpen la falta de objetividad, me emociono y mucho.