Mario Alberto Serrano Avelar, Cronista Municipal de Tepetlixpa
*** Apolinar se levantó de golpe y jaló a su mujer por los cabellos. Había pasado de su vaporosa felicidad interior -con la pena por la muerte de su mamá como un paisaje entrañable perdido entre la niebla- a una indignación sin medida. Apartó a Marga de un puntapié y se esmeró enseguida, con la amorosa solicitud de antes, a arreglar el túmulo. ***
En días pasados me leí de tirón un libro que tenía en mi lista de pendientes desde hace tiempo, los cuentos de Pere Calders, Gente del altiplano junto con la novela corta Aquí descansa Nevares.
Si sonsaco la atención de los tres lectores de esta columna para un asunto tan carente de importancia como leer un libro, es por la profunda impresión que me dejó y que no puedo dejar de compartirles en este espacio.
Calders (1912-1994) fue un escritor, dibujante y fotógrafo de origen catalán que por causas de la Guerra Civil Española (1936-1939) se exilió en nuestro país por más de veinte años; resultado de esa experiencia, compuso en la década de los 50 una serie de textos donde el tema mexicano se hizo presente en su trabajo literario.
Aquí es donde intento compartirles la excepcional calidad del catalán, porque las situaciones que plasmó en sus cuentos son efectivamente un muestrario de las formas que tenemos los mexicanos de enfrentarnos a las vicisitudes completas de la vida.
Sólo que Calders no hizo un anecdotario de lugares comunes y clichés. Cuando uno repasa sus historias nos convierte en espectadores de lo que desfila ante nuestros ojos.
En alguna ocasión, refirió que, como escritor, quería hacer una ficción de todo lo que la realidad le mostraba o ponía enfrente, no para documentar ni mucho menos, sino para demostrarnos que en esos actos siempre hay mucha impostura. Lo real puede no serlo y viceversa.
Lo importante en todo caso es saber ver lo que sucede.
Por eso el peculiar encanto de este libro, que como en los otros dos que tiene traducidos al español (La sombra del maguey, y Ronda naval bajo la niebla), uno descubre que, en ciertas manías y obsesiones, en las aparentes ridiculeces y tonterías hay verdades profundas, morales acaso, definitivas de lo que el ser humano puede llegar a ser.
Mientras leía con avidez el librito de 168 páginas, sentí sus cualidades visuales, como si fuera más una película que un cuento.
Pero las historias de estas situaciones truculentas de barrio (un velador que asesina a su compañero de obra, el funeral tragicómico de una señora, un general puntilloso con la idea de ganar, un artista que es súbitamente arrancado de su fama a causa de su propia habilidad y un caudillo de indigentes que decide cambiar de golpe la situación de vida de sus vecinos luego de una inundación) no caben en el llamado “Cine de Oro”… a menos que se le compare con Los olvidados (1950) de Luis Buñuel.
Pero no, los cuentos aún no rondan en la total sordidez. Más bien serían parte del guión de una película de los años 70, en donde, por cierto, también fueron españoles quienes dieron su mirada a las situaciones más extravagantes, sobre todo Luis Alcoriza en Mecánica Nacional (1972) y Semana Santa en Acapulco (1981).
Si Calders hubiera sido guionista, sus cuentos francamente estarían más cercanos a ese drama mayúsculo que es Fe, esperanza y caridad (1974), película que estoy seguro, aún provoca resquemor entre los espectadores.
Calders sin embargo no es melodramático ni moralista.
Uno lee sus historias con cierta sonrisa, con cierto asentimiento del “ajá, ¡exacto!, así mero, efectivamente”, pero también cabe alabar su discreción, el que no se siente su presencia como juzgador, el dedo flamígero apuntando a las fallas y truculencias, a los errores y bufonadas, sino simplemente a ponerlos delante de nosotros para que uno se sirva opinar.
Valga por ejemplo el siguiente pasaje:
Apolinar se levantó de golpe y jaló a su mujer por los cabellos. Había pasado de su vaporosa felicidad interior -con la pena por la muerte de su mamá como un paisaje entrañable perdido entre la niebla- a una indignación sin medida. Apartó a Marga de un puntapié y se esmeró enseguida, con la amorosa solicitud de antes, a arreglar el túmulo. (El velorio de doña Chabela, p. 53)
Uno puede reír al leer sus historias, pero luego sentir sobre nuestros hombros el látigo de la llamada de atención, no por la suerte de sus personajes, sino porque, nos guiñe el ojo, nosotros mismos podemos estar viviendo esa historia. El que no tenga pecado que arroje la primera piedra.
Por esas formas de leer tan simples, a Calders se le ha criticado también de ser “colonialista” y despectivo con “los indios” que se supone, somos todos los mexicanos. Nada más equivocado.
Tomemos por caso su espléndida novela La sombra del maguey (1957) en donde habla de cómo un exiliado catalán es sumariamente timado por el mexicano gandalla y abusivo, sobrepasado por su esposa y suegra mexicanas dominadoras y asfixiantes, y olvidado por sus paisanos dado que a sus ojos se ha “mexicanizado” bastante.
El tema no es el “alma” del mexicano sino los mecanismos profundos del exiliado, sin embargo, sufrió muchos ataques sobre la supuesta ingratitud que Calders tuvo al país que lo cobijó durante su exilio, le dio trabajo y oportunidades de sobrevivir.
Razones chatas por demás.
La gran literatura es una forma por excelencia de profundizar en los misterios, las cumbres y oscuras barrancas que forman al ser humano.
Creo que no necesito dar más argumentos sobre el por qué dedicar una columna a un libro.
Quiero finalizar con la anécdota regional, por supuesto.
Hay una foto en el extenso archivo de Calders que está fechada en Amecameca en 1945.
Es el retrato que hizo en contraluz, de su esposa Rosa Artís Gener, que demuestra por cierto su gran talento como artista de la lente.
Desconozco si en esa ocasión, Calders tuvo contacto con la pequeña pero sustanciosa comunidad española que vivía en la Amecameca, pero quisiera pensar que sí, localismos extremos que tienen los españoles de por medio, quizá bajó del Sacromonte para tomarse una cerveza en la tienda de Sancho Arango y reír y sentir nostalgia por la tierra abandonada. Puede que no y sólo sea una imagen de novela.
En todo caso, esa es una de las tantas asignaturas pendientes que nos quedan para reconstruir la historia de la zona y el exilio español, la presencia de otro gran escritor catalán como Agustí Bartra, que vivió en Zoyatzingo, y la del intelectual Juan Naves, en Las Delicias.
Esa, sin embargo, es otra historia. Hasta entonces gracias por su amable lectura y comentarios.
