Mario Alberto Serrano Avelar
Cronista Municipal de Tepetlixpa
**Personajes de primera línea en sus comunidades, los memoriosos gozaron de más o menos fama y prestigio, por ende, también de chismes y debate como por fuerza sucede con las figuras públicas.**
Don Luis González y González refería con su inimitable estilo que los auténticos historiadores son aquellos que generan historias originales, “así como no se consideran novelistas aquellos que cuentan novelas de otros y las resumen para niños”. En sus palabras, los que se definen con dicho título están clasificados entre aquellos que solo “juntan pedacería de testimonios históricos a base de tijera y engrudo”, los cronistas que solo apuntan a lo seguro, los excelentes narradores de lo que sucedió, los excesivamente técnicos y apurados en juntar mil y un datos numéricos y al final, los que hacen grandes generalizaciones sin usar ni una fuente ni técnica ni nada, pero que vamos, a fin de cuentas, gustan en su trabajo.
Don Luis, doctor en historia, padre de la microhistoria mexicana, catedrático de fuste y sobre todo, un excelente historiador, era escéptico en reunir en “la república de Clío” a los que viven de los datos pretéritos para citar eruditamente en donde haya lugar, lo mismo que a los “saqueadores de tumbas de los archivos”. Pero con todo, confirmaba que los apasionados en asuntos del pasado forman un grupo más o menos reconocible y cada día en aumento.
Lo anterior pueden leerlo con deleite en El oficio de historiar, que se publicó por primera vez en el ya lejano 1988 y sigue teniendo mucha actualidad en la pregunta de qué hace un historiador y quién puede adjudicarse ese título. Porque tan no lo otorga el título profesional como tampoco lo consigue solamente la práctica concienzuda.
Rescato al excelente libro de don Luis porque en los últimos tiempos veo que el interés por el pasado crece aceleradamente en la región y ya sin tapujos hay muchos “historiadores de closet” que han saltado a las cercas de la investigación o al menos la difusión de los que caminaron antes de nosotros.
Entonces, sin ánimo de hacer una cartografía de este proceso, quiero reflexionar con mis tres lectores de esta columna, en primerísimo lugar, en los Memoriosos, aquellos viejos sabios (digo viejos con la carga de respeto que la palabra tiene) que no tenían una pretensión académica de “hacer Historia” sino simplemente de rescatar y tejer los hilos de la memoria colectiva.
Como hijos de la tribu que recibieron una encomienda, estos memoriosos y escribas prestaron un gran servicio social al poner al alcance de varios el conocimiento de las localidades y sus anécdotas, ora echando mano de sus recursos como narradores orales, ora rascando en papeles viejos y sonsacando a los viejos de entonces para que les contaran lo que habían vivido.
Esta primera camada de memoriosos, que acaso no eran del todo historiadores, fue trasladando el dato, la cifra y el nombre, para que se tuvieran las pistas de una riqueza que apenas hoy estamos moldeando y aprovechando no solo quienes nos dedicamos al estudio del pasado sino las comunidades en general.
Personajes de primera línea en sus comunidades, los memoriosos gozaron de más o menos fama y prestigio, por ende, también de chismes y debate como por fuerza sucede con las figuras públicas.
Algunos han sido reconocidos, como el profesor Abraham Rivera Sandoval, prohombre de la vieja Cuautla; por acá más cerca, el maestro Julio Salamanca, de Tenango del Aire; el profesor Julián Rivera López que también fuera recordado cronista de la prepa Sor Juana; don Atanasio Rosales, de Ecatzingo y don Elías Espinosa Peña, de Atlautla, grandes conversadores y en el caso de don Atanasio, un elocuente orador y poeta. Para no engrosar mucho esta lista, cómo iba a olvidar a mi paisano (qepd) don Agustín de la Rosa, una enciclopedia andante de los nombres y familias de Tepetlixpa.
En su andar, los Memoriosos abrieron brechas y sembraron dudas. Acá quiero traer a cuento que si mi amigo el ingeniero Esteban Vergara no me hubiera metido entre ceja y ceja la duda de quiénes fueron los “cismáticos” de Tepe y su obispo, “el excelentísimo doctor y maestro don Alberto Fernández de Haro”, quizá nunca hubiera decidido colgar el portafolio de las promociones jurídicas y tomar el mazo de papeles de la historiografía.
El asunto es que en este siglo XXI, la época de los Memoriosos ha llegado a su fin. Las nuevas generaciones ya no guardan sus memorias como antes, pese a tener millones de fotos y videos disponibles, los viejos ya no son tan viejos como para recordar los hechos fundantes, y sobre todo, porque ahora vivimos una era donde la tecnología, vía el boom de las páginas de Facebook de los pueblos, han acaparado casi toda la atención sobre lo anecdótico y las curiosidades, no solo del pasado.
Entonces, el estudio del pasado requiere una nueva forma de abordaje. De pronto hay muchos archivos, nuevas formas de hacer historia, otras ciencias y necesidades. Se pueden hacer mapas usando tecnología, hay scanners que pueden atravesar inclusive cerros. Se requieren series estadísticas para procesar toda la información que de golpe está disponible, hay que paleografear, preservar documentos que se despedazan de viejos, y tamizar entre las fantasías no tan inocentes de los informantes y lo que los documentos dicen. Eso por fuerza requiere de una nueva manera de procurar el pasado, una profesionalización desde luego, pero también una nueva sensibilidad.
Porque la Historia con mayúscula siempre tiene sus fines y usos. En Tepe por ejemplo, antes de concluir el primer periodo de gobierno, la administración se dio a la tarea de precisar tecnológicamente la jurisdicción del municipio y para eso hubo que echar mano de documentos, testimonios y fuentes. Y Tepe no es el único pueblo en México donde hay latentes conflictos por límites territoriales, asuntos agrarios que exhiben mapas virreinales, colonias que de pronto sufren graves inundaciones que el simple mapa de riesgos no precisa, pues por ejemplo, se trataban de cauces antiguamente conocidos de aguas pluviales, incluso ríos que fueron desecados. Cada predio rústico o urbano tiene su nombre, y el nombre nos da pistas de cómo fue el paisaje, de dónde estaban fincas y barrios que hoy parecen fanstasmas.
La Historia entonces, nunca es algo muerto ni solo para memorizar. Como ejercicio detectivesco, la “república de Clío” de don Luis necesita de nuevos miembros con las miras en lo que este siglo requiere. En el camino sin embargo nos vemos en la ironía del tiempo: que debemos honrar a los Memoriosos antes de que su memoria desaparezca, a los que trajinaron con el olvido darles su lugar para que no engrosen ese otro cementerio de las personas de quienes ya nadie se acuerda.
Finalizo esta columna invitando, en el contexto de la misma, a que participen en el Seminario de Investigación Histórica de la Región de los Volcanes, que los colegas José Gustavo Rodríguez Jurado, Jaime Sánchez Castillo y este servidor, han organizado justo para que toda persona interesada en el pasado tengamos mejores herramientas de trabajo y hagamos pues, una mejor Historia de esta bella región donde vivimos.
Pueden inscribirse al mismo en este enlace: https://forms.gle/zb8tuHsx7FCkbQku6 o escribir un mensaje al correo: [email protected]
