14 de marzo
51

Cronista municipal de Tepetlixpa

@MarioA_Serrano

“No te preocupes, aunque parezca difícil, tú te vas a acoplar rápidamente a la vida de aquí”, le dicen unos hermanos para confortarlo y darle ánimos.

Hace unas semanas mi amigo Edgar García Estrada tuvo a bien compartirme la antología Historias de migrantes, editada en 2011 por la Secretaría de Relaciones Exteriores y la de Gobernación; en dicha antología Edgar dejó a un lado su gran talento para la cocina y se estrenó como cronista para relatar de una manera profundamente conmovedora y honesta, su propia experiencia como migrante en la ciudad de Phoenix, Arizona.

Las buenas crónicas son aquellas que “le entran al toro por los cuernos” y exponen con absoluta honestidad los claroscuros de una historia personal.

Al escribir ésta, Edgar no tuvo remilgos para contar partes íntimas de su vida y al mismo tiempo el valor de exponerlas en una pieza que recibió mención honorífica en el concurso.

Así podemos acompañarlo en las etapas de su vida sentimental y emocional; conocemos sus miedos, errores y los fracasos que vivió en Estados Unidos, pero también sin pretensión alguna nos comparte sus logros y capacidades.

Esa claridad es justo lo que conmueve, que literalmente significa “movernos con el otro”: cuando relata la detención que la migra hizo a buena parte de su grupo mientras él y otros compañeros se escondían detrás de unos arbustos, yo también pude ver las luces de las patrullas; su caminata por el desierto ayudando a un hombre que ya no podía respirar por la fatiga te contagia el calor y la inclemencia de un lugar que debería ser sagrado y no un cementerio.

En otra parte cuenta sin efectos ni adornos una escena terrible: mientras estaban descansando en una casa esperando la llegada del coyote, una mujer se suelta a llorar y gritar porque su bebé había muerto de frío.

Todo en suma tiene las luces y sombras del ser humano.

El asunto es que conforme pasan los años, las historias como las de mi amigo no sólo se repiten, sino que intensifican su tragedia y salvajismo.

Mientras Edgar narra cómo se estaba reencontrando con su pueblo y sobrellevaba la incomprensión y recelo por parte de los que aquí estamos, en el municipio de San Fernando, Tamaulipas, sucedía una de las más espantosas tragedias cuando entre el 22 y 23 de agosto de 2010, 14 mujeres y 58 hombres, migrantes centroamericanos la mayoría, fueron secuestrados y masacrados por el crimen organizado.

Por desgracia, la Tragedia de San Fernando no fue la primera ni será la última de ese tipo de infamias.

Además, ciertamente hay un recelo frente al migrante que regresa y una injusta distinción para la idea del extranjero con y sin mayúscula.

Es decir, si son estadounidenses o europeos se les ofrece la ceca y la meca exageradamente, si no… quién sabe.

Hace varios años por ejemplo, tuve que fungir como involuntario guía de turista de un argentino, que por ser amigo de un funcionario de medio rango en relaciones exteriores tenía carta abierta y viáticos, chofer, cartas de recomendación a todos los municipios y en sí unas facilidades abrumadoras para meterse donde quisiera con la única finalidad de que “se distrajera” mientras esperaba no sé qué evento oficial al que había venido a México.

El hombre sin embargo mostraba un desdén terrible por lo que se le platicaba, “te daba el avión” y aunque sus cartas más que “sugerir” terminaban siendo órdenes para que los ayuntamientos lo atendieran a cuerpo de rey, el hombre parecía muerto de aburrimiento y uno tenía que hacer malabares para conseguir su atención.

En cambio, si el extranjero no cuenta con esos fabulosos conectes o aún más cruelmente, si no es alto, si no tiene la piel blanca y habla español, la cosa cambia radicalmente.

Téngase por caso el triste ejemplo de los hondureños que de vez en vez están pidiendo apoyo en el centro de Amecameca: tratamos de ignorarlos volteando la cabeza a otro lado como si así dejaran de existir.

En el mismo extremo están los que sin problemas puedo llamar “trasterrados” (término que se usó para designar filosófica y culturalmente a los exiliados españoles en México durante los años 30) como Edgar, que después de permanecer años en otro país regresan a sus pueblos o comunidades enfrentándose, como él dice “a un cierto tipo de desprecio” en esta tierra que es suya y al mismo tiempo ajena.

No quiero hacer diatriba ni moralizar, pero vale la pena decir que nuestra región tiene su misma raíz en la migración.

En los dos mil años de historia documentada que tiene Amecameca se observan amplias migraciones de diversas etnias y grupos raciales desde antes que este lugar se llamara así: olmecas, xicalancas, chichimecas, totolimpanecas, tenancas, entre otras.

Y así en cada pueblo: Tepetlixpa por ejemplo era de origen xochimilca y en toda la región se han documentado arribos de grupos mixtecas y poco antes teotihuacanos.

Quiero decir, no existían Amecas, Tepetlixpas, Ozumbas, Atlautlas… todos somos producto de la mezcla racial, no existen “pueblos puros”.

Edgar migró de Tepetlixpa a los 21 años en un impulso como el que cientos de mis paisanos y paisanas han tenido para mejorar su vida, cambiar de aires y también por necesidad.

Cuando el futuro chef llega a la imponente ciudad gringa casi de inmediato lo abruman las dudas de cómo será de ahí en adelante su vida.

“No te preocupes, aunque parezca difícil, tú te vas a acoplar rápidamente a la vida de aquí”, le dicen unos hermanos para confortarlo y darle ánimos.

La frase terminó por ser una clave no sólo en la vida de mi amigo, sino también en la de muchas, muchísimas personas: las que han pasado por esa experiencia, las que ahora mismo lo están viviendo y seguramente, las que lo harán en el futuro inmediato.

Después de tejer una vida en el vecino país del norte Edgar regresó al  pueblo, hoy día tiene una cafetería en Tepetlixpa… por cierto, cuando puedan no dejen de visitarla.