13 de marzo
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@MarioA_Serrano

Cronista municipal de Tepetlixpa

¿Sólo merecemos las urracas?

Si algo distingue al jardín de Amecameca son sus árboles; algunos tan viejos que parecen estar momificados, otros en cambio rezuman vida, como los colorines y sus intensas flores recortando a la vista los silos de la vieja harinera; la mera existencia de un nogal a espaldas del busto de Silvestre López es como un guiño al hecho de que los árboles han estado presentes en el centro de esta ciudad desde finales del siglo XVIII, por lo menos.

Habría que recordar que en 1777 don Lino Nepomuceno Gómez, el primer párroco que tuvo Amecameca, de su propio dinero ordenó el embellecimiento de la calzada del Sacromonte que partía del arco humilladero a la capilla de Santa Elena en la entrada al cerro.

Esta vía, efectivamente aportó belleza y carácter a la ciudad con su empedrado, sus amplios y frondosos fresnos que según nos recuerdan diversas crónicas de la época, llegaban a ensombrecer el camino formando una especie de túnel.

Durante el porfiriato se proyectó que la Plaza Nacional, como entonces se llamaba el jardín se convirtiera en el “jardín Alameda”, aunque la irrupción de la revolución frustró en parte este intento de ornato y para 1914 solamente se había remodelado el kiosko.

Son muchos los momentos que marcaron el cambio del jardín y la calzada del Sacromonte, que nos recuerdan la poca atención que hemos puesto a la historia de nuestras calles, pero aquí traeré a cuento que en 1880 el ferrocarril llegó a la región y el tendido de vías implicó la primera modificación de la calzada, sus árboles y poco a poco de todo el centro.

Ahora bien, el que Amecameca haya puesto tanta atención a los árboles y el ornato no es casualidad.

Si en 1777 don Lino pagó las obras ya señaladas, en parte fue porque el Sacromonte comenzaba un siglo de máximo esplendor en cuando a su fama de santuario: como he mencionado en otras oportunidades y espacios, para 1890 era el tercer lugar más famoso y concurrido del catolicismo en todo el país.

En el siglo XIX, el gobernador Vicente Villada tenía interés en llevar el “orden y progreso” del porfirismo que representaba a todas las capitales distritales de su estado, y en 1951 cuando se dio la forma más definitiva del jardín, se contó con el apoyo directo del gobernador Alfredo del Mazo Vélez por casi idénticas razones.

Desde luego también está el factor del acceso al agua, porque resulta obvio que hace 300, 200 y 70 años respectivamente, se podía echar mano de suficiente agua para regar árboles y flores, logrando que prosperaran, un lujo que no se podían dar municipios como Tepetlixpa, cuya carencia de agua es histórica: de ahí que su principal obra de ornato público, la calzada Lázaro Cárdenas (proyectada en 1941) no contaba con un solo árbol.

Independientemente de las razones de fondo, lo cierto es que en nuestra época se ha perdido la idea de que las obras públicas deben aportar un elemento de belleza además de la funcionalidad; personalmente creo que si el crecimiento urbano es incontenible, se deberían proyectar jardines en las nuevas colonias, no precisamente canchas deportivas o espacios multiusos, sino simplemente rincones verdes que amortigüen un poco la mancha gris y ofrezcan el esparcimiento en un lugar digno y de preferencia bello a los habitantes.

Regreso al punto recordando que entre 1880 y 1956, la Plaza Nacional, luego “de la Constitución” y luego “jardín Juárez”, estuvo poblado de cedros, fresnos, truenos y pingüicas para optar al final por las famosas palmeras.

Pero la otra cara de la moneda de los árboles de ornato es su mantenimiento y jardinería, porque ciertamente hacia el medio siglo XX el tamaño que alcanzaron los árboles convirtieron el centro en un lugar sombrío y tétrico, de ahí que en tiempos de los alcaldes Manuel Ortega, pero sobre todo de Juan Sánchez Bernal, se planteó una remodelación profunda del jardín en la que los enormes cedros fueron retirados por especies menos arbóreas.

   Entonces fue el tiempo de las urracas.

“Llegaron de Chalco porque de allá las corrieron; cuando se enteraron que aquí había un jardín nuevo, luego, luego vinieron a hacer sus nidos”, tal era la explicación popular.

Las aves efectivamente se adueñaron de los árboles, sobre todo las palmeras; habrá a quien le guste su graznido y habrá quien no lo soporte, lo cierto es que  hace poco secaron la palmera del lado norte de la plaza, cuyo tronco amarillo y seco me hace pensar si no será una metáfora sobre el futuro que tendrán los espacios destinados al ocio y la contemplación frente a la urgencia de lo útil, lo rápido y el comercio.

            Cuando puedo, camino mucho sobre fray Martín de Valencia.

Las urracas, hace un par de meses, habían migrado de la palmera seca a los fresnos que están frente a la cancha de basquetbol; entre los estragos que hacen y las más o menos regulares podas “con jota” que se le dan a esos árboles, pienso que no falta mucho tiempo para que esta calle, la antigua calzada del Sacromonte, se convierta en una avenida más común que corriente.

Ciertamente las raíces del fresno son agresivas con el pavimento, pero no veo que los dueños de accesorias y predios permitan colocar nuevos árboles de ornato en el mediano plazo: en realidad son más los que han retirado algunos fresnos junto al seto de cedros porque estorbaban la visibilidad de sus negocios.

Sigo caminando con la mirada puesta en los fresnos trasquilados; mientras me acerco al imposible y peligroso cruce que hay frente a la subida al Sacromonte, trato de imaginar que si la avenida hoy tuviera un mínimo de árboles y flores cualquier habitante de la región se sentiría orgulloso de tener un espacio así.

Una vez que cruzo el peligroso entronque me da por seguir pensando que este espacio algún día fue una calle imponente y ensoñadora, entonces si hoy los fresnos tuvieran la mitad de su ramaje, si estuvieran correctamente podados si…

Pero rápido me desengaño y pienso que tal vez sólo merecemos las urracas.