
Mario Alberto Serrano Avelar
Cronista Municipal de Tepetlixpa**El futbolito real se instalaba en las ferias de los pueblos. Una carpa de colores con focos colgando como soles decadentes sobre un tablado tan podrido que pisarlo daba miedo.**
Según la incansable Wikipedia, hace poco más de un siglo, en 1921, Harold Thorton inventó el futbolito.
Como sucede con los inventos más universales e imperecederos, el honor también se lo disputan el español Antonio Finisterre y algunas oxidadas patentes inglesas de finales del siglo XIX.En realidad, estos datos nos hacen ver que por donde le veamos, el futbolito es una reliquia viva, válgase la expresión.
Pero el futbolito no es solo la mesa.
Se trataba de un artefacto fantástico, incrustado en la memoria.El futbolito real se instalaba en las ferias de los pueblos. Una carpa de colores con focos colgando como soles decadentes sobre un tablado tan podrido que pisarlo daba miedo.
Las mesas colocadas una junto a la otra, formaban una larga fila que te permitía colocarte en la barra de tu equipo favorito.Habían inconvenientes por supuesto. Los ejes donde estaban montados los jugadores resultaban más eficaces que lanzas y en un descuido te quedabas ciego o con sendo golpe en el estómago: qué aviente la primera pelota el que no haya sido golpeado, como decíamos en mis tiempos, “en los bajos”.
La euforia a veces terminaba en rabia.Golpear la pelotita de plástico duro con la eficacia del proyectil y el arte de la carambola también demostraban la sutileza de este símil deportivo, de forma que acabar con mentadas de madre o pequeñas broncas no era nada extraño.
La carpa se instalaba en lugares recónditos, no fuera a llamar mucho la atención. En el extremo de la fiesta, pegada de preferencia a una barda, en una bocacalle de la avenida principal donde se colocaban los puestos. El ocultamiento no respondía a ningún fin, pero me atrevo a sugerir desde esta posición de memorialista: ¿no sería una forma de disimular que la pasión por el futbol también puede caber en una mesa?Llegar a la mesa por cierto, era el punto culminante. Las mesas tenían costras de sudor, pasión, balonazos, euforia y polvo de todas las fiestas de la comarca, acumuladas una encima de otra sin que nunca supieran lo que era el jabón o el desinfectante. La sensación de tomar la perilla era parecida a la de meterle mano a una complicada máquina o a un motor, quizá porque sólo así podías ser parte de los convocados; esto es, de los niños grandes, porque ya alcanzabas a ver; de los jóvenes, porque ya podías pagar las pelotitas; o de los señores, porque debías llevar a tus hijos. La ronda de las generaciones de jugadores de futbolitos sería la inestimable historia de la humanidad por si un día se escribiera.
Los jugadores por otro lado eran muestra del heroísmo del balompié. Ni el legendario Puskas hubiera conseguido la potencia que las piernitas de fierro de los jugadores tienen con un buen giro de mano.Abstractos por naturaleza, los jugadores parecen todo menos jugadores, pues su diseñador les escamoteó cabeza y rostro, sus piernas están soldadas a su tronco y poco o nada paran en detalles. Estos jugadores son auténticos soldados de una encarnizada batalla donde, comprobado está, si “pateas” con su cabeza, puedes conseguir un mejor tiro contra el adversario.
Sempiternos, los futbolistas cambiaban de equipo según el ir y venir de las ligas y las modas. La pintura en su pecho no solo son cambios de escuadra sino de obsesiones.Primero fue Hugo Sánchez, luego quizá Roberto Carlos, luego Ronaldinho, pero ahora no sé si ahí esté inmortalizado entre la mugre un CR7.
Si en el camino te encontrabas a un jugador manco o con una sola pierna, con la cabeza corroída por el tiempo o francamente sin tres jugadores que habían desaparecido, eso no interrumpía desde luego el momento cumbre.Momento, cabe recordar, cuando empujabas la palanca y pletóricas bajaban las cinco pelotitas de plástico a su canastilla. Cinco chances de coronar la gloria o morder el polvo.
Cinco instantes de angustia por si el balón se te iba debajo de la tarima vieja o inclusive a otra cancha, de tanta fuerza que había sido el chutazo.Bonita palabra, por cierto, es la mexicanización de chute, “patada” en portugués, porque para cracs solo los brasileños.
Cinco oportunidades decía… pero ah, las trampas, siempre las habían. Metías tres, cuatro como máximo a la otra mesa.Luego te cambiabas. Hasta que el encargado no se diera cuenta podías gozar de “tiempo extra” en esas canchas itinerantes, torneos enteros que debías aguardar hasta que volvieran en la siguiente fiesta.
Porque el futbolito invariablemente se iba a ir. Aunque se quedara días extras en la feria debía ir a recorrer su camino de mugre y glorias extranjeras. Podías tener uno pero su máxima era que solo en conjunto podía tener magia, solo en la fiesta siguiente lucía.Recuerdo a uno de mis amigos de la infancia, Román Muñoz, que un día se atrevió a invitarnos a su casa para probar el máximo regalo que su padre le pudo haber hecho.
Ambos, fanáticos casi religiosos de las Chivas se encontraban amorosamente en el futbol.Jugamos en su futbolito desde luego, divertidos, extasiados de que a pesar de que era de él, había que introducir una ficha y para eso se debía mover la pesada mesa cada cinco tantos.
Nos divertimos desde luego en su corral, esos viejos predios de Tepe que desde la calle no parecían tan grandes pero ya estando dentro parecían terrenos infinitos.Celebramos que tuviera un futbolito para él solo siempre.
Sin embargo, después de las cinco pelotas, acabamos regresando a echar la cascarita en nuestra calle arenosa, llena de piedras y hoyos, el mejor estadio del mundo.