12 de marzo

Mario Alberto Serrano Avelar

Cronista Municipal de Tepetlixpa

***Debidamente aliñados con su impoluta camisa blanca, su pantalón azul de vestir y sendos y anacrónicos mocasines ochenteros, se fundían con el Masa Premier para moverlo suavemente en las endiabladas calles del centro de Cuautla. Todo parecía ser fácil y delicado, como si en lugar de un autobús fuera un vocho.***

Asuntos de estudiar fuera de la región, en mis épocas de prepo, todas las tardes me veían abordando un Ruta 85, con toda la mala fama que acarreaban entonces.

Los camiones, que entonces las Sprinters ni siquiera cabían en la imaginación, hacían base en el estacionamiento del viejo hotel Casablanca, lugar que languidecía en pleno centro de Cuautla.

 Recuerdo la grava blanqueando con intensidad, las paredes tan descascaradas que parecían mantener incrustadas balas del tiempo de Zapata, el mecánico que parecía hacer milagros en los motores y, sobre todo, a los lavadores, la mayoría tan jóvenes como yo mismo lo era entonces.

En medio del solazo de la dos veces H, en un dos por tres lavaban esos viejos autobuses Masa Premier que iban de Cuautla a La Candelaria y viceversa.

En esos días del fin e inicio del nuevo milenio, aún pesaba sobre la memoria colectiva de Tepe el fatídico accidente del tres de septiembre de 1996 que tanto caló en el pueblo y sus familias por su tragedia y aparatosidad.

Al quedarse sin frenos, el destartalado camión acabó su carrera mortal en un árbol dejando una estela de dolor y pesadilla. A pesar de esa truculenta imagen, durante mucho tiempo usé del Ruta 85 y no tengo claras las razones.

Por fortuna nunca me pasó nada malo, por el contrario, ahora puedo recordar el costumbrismo completo del viaje.

Saliendo de mi escuela, la prepa Cuautla, oficialmente “Luis Ríos Alvarado” que nadie llamaba ni llama así, cruzaba el zócalo y me iba hasta el Casablanca para agarrar buen lugar y regresar a casa.

En “La Vía” se subía un vendedor de paletas que ni era del todo enano ni del todo sincero en su vendimia. El cobrador se desperezaba al fin por ahí del crucero de Yeca y se ponía a cobrar con eficiente cálculo matemático.

Casi recuerdo todo con precisión cinematográfica: el checador, que también era mi paisano, con su cabello rizado y su nariz aguileña se trepaba como chango y se bajaba corriendo sin que el autobús se detuviera apenas nada justo en ese crucero.

Se subían conocidos y recurrentes pasajeros de los que nunca supe su nombre, pero intuía, también eran gente de mi rumbo.

Pero esta memorata se debe a que en días pasados recordé a dos miembros de la hermandad del volante: “Pantera Rosa” y “Corazón Errante”.

Ambos eran la encarnación exacta del gremio; actividad ilustre y añeja en la que resulta de pésimo gusto y crasa ignorancia decir “chofer”.

La hermandad se proclama como una reunión de “operadores” y hay que respetar tal jerarquía. Mientras les lavaban su “unidad”, otro culteranismo del mundo de los transportes, los aludidos operadores salían de un renovador baño, que, antes de que se diga otra cosa, lo sabía porque en el estacionamiento había un baño de uso exclusivo de los operadores que tenía un rótulo maliciento: “servicio de regaderas”.

Con su toalla sobre la camiseta y secándose el cabello salían pagados de sí mismos. “Espérate tantito”, me decían, “porque están acabando de secar la unidad” lo cual era aplicable a ambos objetos que por fuerza se fundían: el hombre y la máquina.

Pido disculpas por el exceso, pero siempre me he rendido a la admiración de una persona que mueve una máquina de varias toneladas y carga encima la responsabilidad de tantas vidas, sin inmutarse lo más mínimo.

Además, varios operadores han sido parte de la familia, como mi difunto tío Julián Serrano, al que respeté y quise, o mi primo Arturo, que por alguna carretera ha de andar en este mismo momento, y no nombro a más por temor a dejar fuera a algún pariente receloso.

Pero regreso a los operadores de este recuerdo. Debidamente aliñados con su impoluta camisa blanca, su pantalón azul de vestir y sendos y anacrónicos mocasines ochenteros, se fundían con el Masa Premier para moverlo suavemente en las endiabladas calles del centro de Cuautla.

Todo parecía ser fácil y delicado, como si en lugar de un autobús fuera un vocho. Cotorreaban, reían, entraban en un estado casi cercano a la gracia mientras la nariz del Masa pasaba a unos cinco centímetros de la pared, o cuando, sin destemplarse nada, en el tramo de Tetelcingo al kilómetro 88 hacían que la unidad respingara para meterse a una carrera las más de las veces perdida con otros operadores y al mismo tiempo iban parloteando mil cosas en el CB.

“Pantera Rosa” era flaco y bigotón, como Joan Sebastian, supongo que de ahí su apodo. “Corazón Errante” andaba por las mismas, con su cabello bien peinado, sempiterno lente negro y mocasines de varios colores. Ambos siempre me parecieron sujetos dignos de novela, pero apenas ahora, más de veinte años después, medio los barrunto con palabras.

En ambos primaba la contradicción entre el deber ser del machismo con los quiebres emocionales más almibarados y cursis que he conocido.

El Masa Premier de “Pantera Rosa” por ejemplo: íntegramente dedicado a la famosa caricatura. Lo tenía en un tapete, en un muy buen rótulo detrás de su respaldo y toda la parafernalia de lo que casi llamaban “su cabina” era rosa chillón. Incluso tenía lámparas de luz negra que hacían resaltar cuando el sol apenas se ocultaba, destellos rositas por toda la unidad.

“Corazón Errante” era además de su apodo, una suerte de heráldica que el operador, del que nunca supe su nombre, se enorgullecía en extremo. El tapete de las escaleras, por ejemplo, tenía dibujado en una orla que rodeaba un corazón de muy dudoso gusto, su nombre.

Checadores, cobrador, lavadores, sus colegas por el CB, todo mundo le decía con respeto “Corazón Errante”, y él mismo le ponía de apellido el número de su unidad, aunque ese, por desgracia lo he perdido en mi memoria.  

Los dos, en suma, muy machotes, demasiado confiados en su personalidad, que ciertamente era alegre y liviana, pero como la gran mayoría de la hermandad del volante, no estaban curados de los males de amor.

Si eran como versiones populacheras de un romanticismo pasado de moda o caballeros no andantes sino motorizados, eso no les evitaba de vez en cuando parecer gigantes lastimados.

Esta figura la he tratado de colar en mis novelas, el gigante que llora: nadie creería que en su arboladura puedan cebarse los dolores del corazón, que en su férrea voluntad de dominar un monstruo de metal quepan angustias y dolores propios del afecto.

Pero sin duda pasaba.

Por eso se perdían en la inmensidad musical que de muchas maneras fue como mi educación sentimental forzosa, pues ambos no tenían el menor empacho en conjugar su altanería de galanes de autobús con la música más variada, sentimental, cursi o urgente que fuera preciso.

Sigo pensando, por ejemplo, que Pantera Rosa escuchaba con singular deleite a George Michael y ese famoso solo de sax en su balada hiperromántica Careless Whisper.

 La ponía diario, a todo volumen, la repetía una y otra vez. ¿Acaso sabía que George Michael era gay? ¿Qué la canción no es una declaración de amor sino un arrepentimiento de traición?

Y lo que ya es como poner el dedo en la llaga, ¿qué no está destinada a una mujer de cintura requebrada y escote profundo como las que solía subir Corazón Errante en el trayecto, sino a un good friend?

En realidad, qué importa. Conectaba su parte dura con su parte frágil y de paso nos embarraba a todos los pasajeros en esos pasajes emocionales. Seguía de largo con Bryndis, con los Bybys y sus, cómo decirlo, covers de Luis Miguel; ya entrados en virajes de gigante herido ponía baladas en español del tipo de Amanda Miguel, pero luego recuperaba su aplomo de galán cuando se subía una pasajera linda y volvía al inglés y sus canciones pegajosas.

Cuando me bajaba en la primera parada de Tepe, más que ver, intuía que el Masa Premier rosita o la unidad cuadrada del Corazón Errante irían ante todo, confirmando que el ser humano siempre tiene un lado que fácilmente se quiebra con las batallas del sentimiento. Los dos operadores, huelga decirlo, no cabrían en este siglo de corridos tumbados, sprinters, vanguardia del feminismo y delincuencia organizada. O puede que sí, quizá serían como baluartes para impedir que mareas más dramáticas aneguen al corazón. Así que, si alguno de los tres lectores de este espacio sabe dónde andan los personajes de este texto, mándenle los saludos de este cronista