12 de marzo

Mario Alberto Serrano Avelar

Cronista Municipal de Tepetlixpa

**El Tesoro guadalupano valga la anécdota, se oferta en páginas de anticuarios especializados en diez mil pesos el volumen, lo que nos llevaría a desembolsar la nada despreciable cantidad de veinte mil pesos para tener en nuestro estante la obra guadalupana en cuestión.**

Sería necio intentar una crónica o siquiera una reseña de los festejos guadalupanos, ya no digamos en México sino tan sólo en nuestra región, sin embargo, me resulta fundamental en esta fecha trazar el perfil de un personaje de primera línea en la historia de esta tradición, el padre Fortino Hipólito Vera.

            Vera (1834-1898) fue durante más de veinte años el vicario y luego el párroco de Amecameca, una posición bastante humilde que no le impidió, sin embargo, destacar como un intelectual de primer orden en el catolicismo y a la postre, ser nombrado primer obispo de Cuernavaca.

            Del padre Vera contamos una minúscula placa en el arco de Ameca que de tan exigua resulta un homenaje ridículo.

Su nombre, sin embargo, ha trascendido mundialmente por su trabajo como editor e impresor, pues fue el fundador de la mítica “Imprenta del Colegio Católico” que entre 1880 y 1890 dio a la luz libros que hoy día pasan por joyas bibliográficas.

El Tesoro guadalupano valga la anécdota se oferta en páginas de anticuarios especializados en diez mil pesos el volumen, lo que nos llevaría a desembolsar la nada despreciable cantidad de veinte mil pesos para tener en nuestro estante la obra guadalupana en cuestión.

            En tanto este cronista no goza de semejante presupuesto, aunque su gusto bibliófilo quisiera cebarse con tal posesión, lo que me queda es compartir con los tres lectores de esta columna el papel del padre y monseñor Vera en lo que a la Guadalupana concierne.

            En 1888 Vicente de Paul Andrade, canónigo del Tepeyac publicó un furibundo libro en el que metía una polémica revisionista a toda la tradición de las apariciones; le enmendó la plana a propios, extraños, antiguos y modernos, sosteniendo con mordacidad argumentos muy agrios, como que Juan Diego debía de ser un gigante, pues el ayate medía casi el metro y ochenta centímetros.

 La curia explotó ante semejante publicación por obvias razones, pero también porque estaban alistando la solicitud al Vaticano para la coronación de la Guadalupana, hecho que sucedió efectivamente en 1895.

            Para no hacer largo el cuento, los prelados eligieron al padre Vera para dar la “batalla histórica”.

El asunto es a finales del siglo XIX, se tenía un concepto de la historia como si de una ciencia exacta se tratara.

Sus dictámenes tenían fuerza de ley biológica, destruyendo, se suponía, los errores del pasado mientras allanaban el futuro con una certeza absoluta.

Por eso no era una cuestión menor una polémica entre dos sacerdotes bibliófilos y eruditos.

Y lo valioso es que uno de ellos vivía en nuestra región, en Amecameca para mayor precisión.

            El futuro obispo puso manos a la obra. Tenía como experiencia haber confeccionado una muy buena monografía sobre el Señor del Sacromonte ocho años antes.

Para 1890, en su propia imprenta amecamequense tiró el Tesoro Guadalupano del que ya dije arriba, si no quieren leer en sus versiones digitales, deben desembolsar cosa de novecientos noventa y dos dólares para hacerlo físicamente.

            Según el abogado José de Jesús Cuevas, intelectual católico que prologó el Tesoro… Vera provenía de una familia pobre y piadosa, que sin embargo le procuró estudios.

 Por ello fue alumno del Colegio de San Juan de Letrán donde cursó filosofía y derecho civil con altas notas.

De su pertenencia a tal institución proviene, por cierto, su amistad con Ignacio Manuel Altamirano, que diez años antes de esta “pelea” frecuentemente venía a Amecameca a visitarlo.

            Según ese testimonio, bellísimo en tanto es producto de una amistad sincera, el padre Vera había llegado a Ameca en 1871, viviendo en el destartalado ex convento dominico, que no obstante se ocupó de llenarlo “de escuelas, colegio, hospedería, observatorio, imprenta y talleres sin reservarse para sí más que una pequeña alcoba y un reducido estudio”.

Era bondadoso y querido; hombres y mujeres de todas las edades y condiciones sociales concurrían a visitarlo para pedirle consejo, apoyo moral, escucha.

“Las puertas de aquella santa casa parecen los trazos de la caridad, abiertos siempre a todos los dolores, ignorancias y miserias de la tierra”.

El perfil quizá parece más una hagiografía, pero nos permite imaginar a Fortino Hipólito en su trabajo de las ideas: “Allí es donde el sacerdote y el escritor feliz en la dulce tranquilidad de su conciencia, vive como un santo y como un sabio, dedicado a las letras, las horas que no llenan los penosos y sublimes deberes de su augusto ministerio”.

            El Tesoro apareció pues en 1890. Es una monografía muy basta sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe que incluye sermones y otros datos de interés.

Incluso hoy día puede ser útil, pero en muchos casos se fue de largo con su fervor, pues ansioso de argumentar con base en datos históricos, el padre Fortino dio en atacar a los franciscanos, sobre todo a Zumárraga, lo que de algún modo contradecía la tradición que hasta ahora miles de creyentes siguen en el sentido de que el arzobispo mantuvo amistad con Juan Diego.

            El espacio se me acaba y lo que quiero destacar es que Vera, en su papel de historiador prolífico y acucioso con sus fuentes logró hacer en la vieja Amecameca una obra clave en la historia del guadalupanismo.

Y eso debemos de reconocerlo.

Su fervor natural como sacerdote no quitó que también sintiera un particular nacionalismo y por eso dice en una parte que su afán por erigirse en defensor de la causa guadalupana se debía a que no era sólo un asunto de convicción religiosa sino de patriotismo: “causa sagrada, bajo cuyo estandarte se dan cita entusiasta los verdaderos hijos de la Patria Mexicana para realizar el glorioso programa de Religión, Independencia y Unión”.

            Tal fue el admirable Fortino Hipólito Vera y Talonia, singular historiador del tema guadalupano que vivió aquí entre nuestros tatarabuelos.

En la catedral de Cuernavaca, por cierto, tiene erigida una estatua y desde aquí me atrevo a preguntar si acaso no es tiempo de darle un homenaje más profundo en esta región.